miércoles, 10 de enero de 2007

Italo máster...

Hay un cuento de Italo Calvino que leí hace bastante tiempo ya, y hace poco releí. Ahi va:

Italo Calvino
La Tribu que Mira al Cielo

Las noches son espléndidas y los misiles atraviesan el cielo de verano. Nuestra tribu vive en cabañas de paja y barro. Al oscurecer, después de recoger los cocos, cansados, nos quedamos en los umbrales, unos sentados sobre los talones, otros en una estera, los niños de barrigas redondas como globos juegan en el suelo, y contemplamos el cielo. Desde hace mucho tiempo, quizá desde siempre, los ojos de nuestra tribu, nuestros pobres ojos inflamados por el tracoma, están clavados en el cielo, pero especialmente desde que en la bóveda estrellada, sobre nuestra aldea, corren nuevos cuerpos celestes: aviones de reacción con su estela blanquecina, discos voladores, cohetes, y ahora esos misiles atómicos teledirigidos, tan altos y veloces que ni siquiera se ven o se oyen, pero prestando mucha atención se puede percibir en el centelleo de la Cruz del Sur algo como un estremecimiento, un sollozo, y entonces los más expertos dicen: «Por ahí ha pasado un misil a veinte mil kilómetros por hora; un poco más lento, si no me equivoco, que el que pasó el jueves». Y desde que ese misil está en el aire, muchos de nosotros sienten una extraña euforia. Algunos de los brujos de la aldea han dado a entender, muy por lo bajo, que estos bólidos surgen del otro lado del Kilimanjaro, y que ese es el signo anunciado por la Gran Profecía, y por eso la hora prometida por los dioses se acerca, y tras siglos de servidumbre y de miseria, nuestra tribu reinará en todo el valle del Gran Río, y la sabana inculta dará sorgo y maíz. Por lo tanto -parecen sobrentender estos brujos- no hay que ponerse a soñar con nuevos sistemas para salir de nuestra situación: confiemos en la Gran Profecía, reunámonos en torno a sus únicos verdaderos intérpretes, sin pedir más. Es preciso decir, sin embargo, que aunque seamos una pobre tribu de cosechadores de cocos, estamos bien informados de todo lo que sucede: sabemos qué es un misil atómico, cómo funciona, cuánto cuesta; sabemos que no sólo las ciudades de los sahibs blancos serán segadas como campos de sorgo, sino que a poco que se pongan a dispararlos, toda la corteza de la Tierra quedará rajada y esponjosa como una termitera. Que el misil es un arma diabólica nadie lo olvida jamás, ni siquiera los brujos; más aún, continúan según la enseñanza de los Dioses, profiriendo maldiciones contra él. Pero esto no quita que sea cómodo considerarlo también, en el buen sentido, como el bólido de la profecía; tal vez sin detener demasiado el pensamiento en él, pero dejando en la mente una rendija abierta a esa posibilidad, porque así desaparece también toda preocupación. Lo malo es que -ya lo hemos visto muchas veces- después de aparecer en el cielo de nuestra aldea, desde hace un tiempo, alguna cosa diabólica queproviene del otro lado del Kilimanjaro, como quiere la profecía, aparece otra desde el lado opuesto, todavía peor, y sale disparada para desaparecer del otro lado de la cresta del Kilimanjaro: señal infausta, pues, y las esperanzas de la proximidad de la Gran Hora quedan defraudadas. Así, con sentimientos alternados, escrutamos el cielo cada vez más armado y mortífero, como en otros tiempos leíamos el destino en el curso sereno de los astros o de errantes cometas. En nuestra tribu no se discute más que de cohetes teledirigidos y mientras tanto seguimos armados de rústicas hachas y lanzas y cerbatanas. ¿Por qué preocuparse? Somos la última aldea en el confín de la jungla. Aquí entre nosotros nada cambiará antes de que suene la Gran Hora de los profetas. Y sin embargo también aquí ha pasado el tiempo en que de vez en cuando un comerciante blanco venía en su piragua a comprar cocos, y a veces nos estafaba en el precio, a veces éramos nosotros los que le hacíamos lo propio; ahora está la Coccobello Corporation que compra toda la cosecha en bloque e impone los precios, y estamos obligados a recoger cocos a ritmo acelerado, en cuadrillas que se alternan día y noche para llegar a la producción prevista en el contrato. No obstante, hay entre nosotros quien dice que los tiempos prometidos por la Gran Profecía están más maduros que nunca, y no por obra de los presagios celestes sino porque los milagros anunciados por los dioses son ahora otros tantos problemas técnicos que sólo nosotros podremos resolver y no la Coccobello Corporation. ¡Nada más que eso! ¡Entre tanto, quién toca a la Coccobello! Sus agentes, en las oficinas de los dochs a orillas del Gran Río con los pies apoyados en la mesa y el vaso de whisky en la mano parece que sólo tuvieran miedo de que este nuevo misil fuese más grande que el otro, en fin, que también ellos es de lo único que hablan. Hay coincidencia, en eso, entre lo que dicen ellos y lo que dicen los brujos: ¡en la potencia de los bólidos celestes es donde reside todo nuestro destino! También yo, sentado en el umbral de la cabaña, miro estrellas y cohetes que aparecen y desaparecen, pienso en las explosiones que envenenan los peces del mar, y en las reverencias que se hacen, entre una explosión y otra los que deciden las explosiones. Quisiera entender más: ciertamente la voluntad de los dioses se manifiesta en estas señales, y en ellas está incluida también la ruina o la fortuna de nuestra tribu... Pero hay una idea que nadie me quita de la cabeza: que a una tribu que se fía sólo de la voluntad de los bólidos celestes, por bien que le vaya, siempre le darán por sus cocos menos de lo que valen.

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